12 de noviembre de 2004

La güera Alicia.

Esa mañana el despertador se detuvo a las once treinta. Cada día era lo mismo; la tortuosa convulsión mecánica, incansable, siempre exactamente a la misma hora. La Güera aún dormía, tal vez resignada, inconsciente de yacer plena, ajena. Y por una sola vez en años la costumbre cedió.

Quiso detener al desagradable objeto con un esfuerzo que pareció arrancarle por fin el tedio, logrando levantarla. Caminó por la casa; un hueco en su pecho se tragaba el ánimo. El sol iluminaba con fuerza las ventanas rojas, aquellos extraños vitrales elaborados por su propia mano, resultado del escurrimiento de pintura de aceite sobre los vidrios corrientes, que al no adherirse se había pronunciado vergonzosamente.

El efecto de la luz que se proyectaba a través de las ventanas al interior era tan vomitiva como todo en ella, bastaría con permanecer unos instantes para comenzar a sentir estupor o bochornos depresivos en cualquier mortal. Pero para ella era simplemente otro día soleado, para Alicia esté podría ser un día más para dejar caer su pena sobre la pluma si está supiese escribir.

Aunque en sus manos no había rastros de creación, tenía sangre en los dedos por las incisivas mordidas del nervio que castigaba su cuerpo. Su universo era tan corto, tan pequeño como su cuarto, tan bizarro como el color de sus muebles, mesas, sillas, puertas y las tan estridentes ventanas. Trofeos de ese universo pequeño, el cual se iba componiendo por aquellos momentos, los ratos en los que no tenía nada que hacer.

En el costado derecho de la cama había una mesa roja y cuatro sillas del mismo color. Sobre la mesa, ceniceros, botellas y polvo. Su cama era un catre metálico, de esos que todos tuvimos cuando niños siempre guardado bajo alguna cama. Èste, se lo había regalado su amiga Teresa hacía varios años como regalo de bodas. Esos eran todos sus muebles, de hecho eran muy pocos, parecía abandonado, inhabitable por completo.

Un día tuvo la idea de pintar sus sillas, en un vago intento por decorar su hogar. Pasò algunas horas lijando cada una de ellas con sumo cuidado, para después comenzar el arte de pintar las hendiduras, con la idea de decorar sólo aquellos extraños grabados que algún carpintero adicto en un intento por lograr un estilo quizás barroco, había dejado tan sólo unas extrañas marcas con el formón en las patas y respaldos de los asientos que rayaban en la grotesco. No era de esperarse más por un comedor que le había costado un poco de su tiempo. La Güera no poseía ninguna habilidad para las manualidades que pudiera resultar admirable para ningún ser vivo, al menos no en el ámbito artístico. Sus habilidades eran mejor conocidas por sus lascivos amigos.

Fue así como se dio a la casi imposible labor de decorar su comedor, pero la pintura pronto comenzó a invadir el suelo, sus manos, hasta su cabello ya se veía teñido de rojo en varias partes. En su piel daba un aspecto enfermizo, por el matiz que este tono en particular de pintura aludía al combinarse con su piel blanca y manchada por el tiempo y los evidentes efectos secundarios de los anticonceptivos.

Al irse perdiendo el sol, su paciencia también iba consumiéndose, llevándola a la extrema desesperación, al borde de un colapso, de una histeria que la cegó obligándola a pintar de un solo brochazo cada lado de una pata de la mesa, luego toda la pata completa, para seguirse sin parar con las restantes, y la mesa entera, luego una silla, y la otra y la otra… casi jadeando terminó contemplando su comedor nuevo, completamente rojo, brillante como sangre coagulada: parecía una mesa de algún rastro. Pero ella se veía satisfecha, aunque tenía otro problema que enfrentar ahora. El qué hacer con la pintura restante, casi un litro; jamás pensó en guardarlo para algún uso futuro. Alguien tal vez le dijo que se echaría a perder si no la usaba toda, así que tomó la decisión de continuar con las reparaciones caseras. En la puerta principal había varias raspaduras, así que comenzó a cubrirlas todas, una por una dejándola pinta, aunque terminó por cubrirla toda. En las ventanas también había oxidación así que pensó en darles una manita y como no tenía cortinas quiso también pintar los cristales.

Nuevamente comenzaba el estertor inconsolable del despertador. Esta vez, toda su fuerza se concentró en sus ojos para al fin, y con un esfuerzo admirable y por mucho loable, reclinó sus párpados, luchando incansable contra las inconscientes lagañas, ricamente alimentadas por su maquillaje barato, pero aún inmisericordes se ceñían con la fuerza de un dios a sus pestañas; para luego ceder irremediablemente vencidas, despedazadas entre los folículos capilares de sus tan maltrechos y claramente avejentados ojos.

Así la mirada verde de su ojo vigilante se dejó caer sobre el reloj que cada mañana le recordaba la vida. Aunque ella creía que más que nada era a su madre a quien le recordaba con cada pulso, con cada segundo sonoro y bullicioso en medio de la resaca eterna de una vida de puta. Era su amante cariñoso, quien indiferente por la mañana suplicaba a su concubina despertar.

Despacio, pero con demasiada fuerza, abrió su boca apestosa, ventilando el vaho infecto de toda la noche, de licor, tabaco y lubricante de condón. Y así logró librarse por un momento de ese dilema recio en su memoria. Arrebató una colilla del cenicero y dio unas cuantas bocanadas hasta que por fin se acabó su extraño antiséptico bucal, para dejar en ella un aroma aún más enfermo. Al levantarse fue vistiéndose con lo que lograba sacar de un montón de ropa apilada sobre un sillón cerca de la cama. Y consumando el acto se calzó con unos ridículos huaraches plásticos transparentes, de esos que vendían en el tianguis de su casa los domingos por la mañana.

Ese domingo tenía la urgencia de salir a la calle a comprar un vestido nuevo para lucirlo en la noche, ante la selecta e irreverente muchedumbre que le esperaba todos los días en el famoso bar “El Rojo”.

La aguardaba una larga calle del centro, atestada de comercios bajo su mirada banal e insulsa. A ella le gustaba mucho perderse en vitrinas y escaparates, ávida de respeto, quizá dignidad. Iba despacio, mirando atentamente cada pieza de encaje, diletante ante ropas que quizá se le habrían visto en verdad hermosas. Pero buscaba algo barato, algo que pudiera funcionar también como un inocente seductor de sus acompañantes.

Pasaron horas hasta que cerca de las tres de la tarde, hora en que debía comenzar a danzar de un lado a otro para salir al trabajo. Pero aún no se decidía por nada y los precios tampoco la ayudaban, además el hambre se retorcía desesperada entre los restos de brandy y cerveza. Siguió de frente para llegar a casa y prepararse.

Por mucho habría caminado cinco minutos después de alejarse de la última tienda, donde los comercios poco a poco van extinguiéndose, los grandes ventanales se vuelven pequeñas y maltrechas puertas de herrería, algunas tan angostas como para dejar pasar a un solo hombre, pero tras ellas ocultan complejos laberintos de casas, vecindades, muchas de ellas tan antiguas que están por desplomarse. Había alguna que otra tienda en las esquinas, un puesto de revistas patéticamente surtido. Y nada, ni una sola persona en la calle, alguno que otro peatón indiferente se cruzó con ella…

-¡Las tres y veinte! ¡Me lleva la chingada! Ora a ver si no me caga ese pendejo del “Rey”.

Un hombre obeso la tomó del brazo, jalándola al interior de una de las muchas vecindades sobre esa calle. Un corredor lúgubre la dejo ciega. Una brisa nauseabunda le cegó el olfato. La inmundó el olfato. Olía cerveza fermentada, orina de muchos días, todo se mezclaba con un ambiente helado y húmedo que dejaba la mente colapsada, histérica, brutalmente contrariada.

Cómo salvada por un héroe “malvado”, arrancada de la calle intacta, terminó oculta entre las escaleras y el corredor, puesta contra la pared, con la fuerza de un hombre que seguramente le sacaba una cabeza o dos de altura. La oprimió contra el yeso húmedo del muro escarapelado, con rayones e inscripciones, testimonios apócrifos inscritos y sentencias sexuales alusivas a hombres y mujeres.

-¡No te muevas, jija de tu puta madre!- susurró, atentando contra su cuello con una navaja

Se enfermó de su aliento vomitivo, absolutamente vil, consecuencia de algún problema gástrico que infectaba toda su boca. La Güera simplemente se quedó quieta, como le habían pedido, contra el muro húmedo.

-Sí gritas, te chingo, pendeja…

Alzó rápido su falda corriente y la penetró ahí, en el mismo pasillo, a la luz de las tres y veinte de la tarde, en una avenida principal. Podían oírse los ruidos de los niños vecinos, los gritos malhumorados de las madres esclavas de su familia.

-¡Qué te calles hija de la chingada!
-¡Cállate!

El clásico llanto del infante que nadie sabe en que casa vive, la risa pendeja del vecino que ve apasionado su partido de fútbol, ridículamente endiosado.

El acto no tardó casi nada. Fue como hacer o decir nada, como haber recibido un balazo. La dejó con asco sobre la escalera para luego perderse entre los corredores, las decenas de puertas en completa calma y sin temor a nada.

La Güera levantó lo que había quedado de su falda raída y regresó a la puerta que estaba a escasos dos metros de la escalera. Volvió a la calle revuelta, real, como si jamás hubiese estado en ella. Miró a cada extremo con la esperanza idiota de que alguien supiera de ella. Esperaba algo de la gente, de sus miradas ausentes, casi muertas y al unirse a ellos. Tomó rumbo a su casa, de vuelta a su mesa roja, dándose cuenta que no había comprado nada.

fbf