3 de septiembre de 2008

Abajo del tamarindo

Para mi abuelo Don Adalberto Sámano Salgado

Ayer salí por la tarde a dar un paseo por el centro de Coyoacán y de paso haber si tomaba alguna foto. Ya de antemano sabía que nada extraordinario iba a pasarme. Había mucha gente caminando de prisa, otros como esperando algo o como yo nada más mirando. Vi varias cosas que me llamaron la atención, como una serie de imágenes perfectamente compuestas por el azar, el tiempo o cualquier otro motivo igual de fantástico. Creo que todavía no estoy acostumbrado a vivir en la ciudad, padezco una leve paranoia que en cierto grado o nivel considero normal, pero no deja de mal viajarme mucho la gente y las innumerables anécdotas relacionadas con el crimen en la ciudad. Así que no está de más un poco de precaución, además me daría mucho coraje que un hijo de puta se llevará mi cámara o mi vida. Que culero morir en manos de un pendejo, -ni modo-, pensé que llegado el momento vería la manera de huir sin hacer nada estúpido o de cooperar tranquilo y sereno aunque mentándoles la madre por dentro. ¿Pelear? No… Yo creo que sería en última instancia.
Pensando en ese tipo de pendejadas pasé de largo varias cosas que me hubiera gustado fotografiar y me enfrente al eterno problema del “hubiera”. Podría haberme regresado en ese momento, a nadie le importaría que le tomara fotos a una puerta o a un moño negro cenizo carcomido por el sol que ya ha olvidado su luto. A nadie le habría importado, pero no lo hice, dos tipos a los cuales les era completamente indiferente venían detrás de mí. Hablaban y reían en una plática que parecía bastante chistosa. Me mal viajaron y no quise volver. Supuse que se vería sospechoso sí me detenía de pronto, pero no había nadie a quién pudiera parecerle sospechoso aquello. Finalmente llegué al centro, ya entre mucha gente no sé porqué me sentí seguro y a salvo. Las probabilidades de ser victima de la delincuencia eran más altas ahí o las mismas, pero ya no quería pensar en eso. Anduve dando de vueltas, en ratos me sentaba pero no veía nada interesante. ¡Pinche gente! –pensé. Hasta ahora sólo he tomado fotos de una ardilla y de varias palomas sin chiste. Pero qué culpa tienen las palomas de que a mí no me gusten. Sólo me gusta su canto. Ese extraño ronroneo suave y triste que no sé como se llama pero siempre lo oía por las mañanas en casa de la abuela. Me despertaba de repente después del que para mi era un largo y penoso viaje. Me gustaba mucho eso de cuando era niño, el olor fresco de la pared de yeso húmedo que siempre estaba escarapelándose, podía estar ahí siempre acurrucado en la orilla, entre la pared y la cama para conciliar el sueño. Era como vivir nada más lo que más me gustaba. Todas las jaulas de las aves estaban hasta al fondo a un lado del viejo horno de pan, así le decían porque cuenta la leyenda que una vez hubo un incendio hace ya mucho tiempo y las llamas de dicho incendio pintaron con humo todo el techo del cuarto y así se quedó, dándole la apariencia de eso, de un horno de pan. Allí era en dónde el abuelo guardaba celosamente un universo de fierros viejos y herramientas de todo tiempo. Un territorio inexpugnable para cualquiera de nosotros. A veces imaginábamos que estaba lleno de tesoros e ideábamos posibles y temerarios planes para entrar a hurgar en las cosas del abuelo. Cuando él murió. Mi hermano y yo tuvimos luz verde de la abuela para entrar y hacer un detallado inventario. Como medida precautoria a causa del ambiente tenso que padecía la familia. Así que entramos primero, no fue tan divertido como había esperado. Había de todo: cierras eléctricas, taladros, desarmadores, martillos, mucha herramienta mecánica; llaves, dados, muchas de ellas todavía nuevas y entre todo el caos: un frasco con dinero. Cuando lo vi pensé en no decir nada y guardarlo para mí, pero le dije a mi hermano Ché-Ché, él me dijo que lo tomara como una indemnización por cualquier mal que pudiera haberme hecho el abuelo. Pero principalmente fue por lo que no hizo. A varios les tocó convivir más con él que a otros y yo estaba entre esos otros que sólo pudimos hacerlo una vez. Ya no recuerdo cuantos años tenía, tal vez unos nueve o diez. Ya teníamos un rato de haber llegado a la casa de la abuela, la comida se terminaba de cocer en la estufa y acababan de mandarnos por las tortillas. Era una joda tener que salir acalorado bajo el rayo del sol y permanecer otro tanto parado también bajo el rayo del sol avanzando lentamente en la cola de las tortillas. Los pericos gritaban frenéticos en el patio. –Teresa! Caca!, Teresa! Caca!, gritaba una y otra vez la más vieja, que era la única que hablaba y sólo eso sabía decir. Dicen que tenía la edad de mi tía Pilar la más joven, no sé cuantos sean pero para mi siempre ha estado ahí, como la Pilinca o la Pachona recostadas sobre las sillas de cuero, la una dócil y mansa y la otra ciega y huraña. Pocas veces andaban afuera porque nos les gustaba mucho que las molestara la Caperuza, una perra callejera que mi tía Echi había adoptado después de verla mendigar por la escuela en dónde trabajaba. Estaba adiestrada, comía de todo y en casa de la abuela eso le valió que se pusiera gorda como una foca; muchas veces comía mejor que nosotros, hasta comía pan dulce, mi abuela decía que era porque tenía alma de niño. Platicaba que era una buena cazadora, oportunista, astuta y mañosa como ella sola. Todos los días terminaban con un saldo mínimo de tres tortas robadas en la Melchor Ocampo. Hasta que mi tía se la llevó porque Don Poli, el conserje había dicho que iba a envenenarla. El abuelo también las quería porque les hacía cariños, a la perra y a las gatas. Creo que fue mi abuelo o mi mamá, o no sé de quién salió pero nos fuimos con él. -Niños, váyanse con su abuelo, órale…y corrimos hasta su coche: El ave sin Nido. Así se llamaba porque eso tenía escrito en el cofre entre el oxido y los restos duros de la pintura carcomida, rajada por el sol y el polvo de los años. Íbamos en la parte de atrás en silencio pero muy a gusto el Morelos y yo. Con cada rebote en los baches el movimiento lanzaba incontables partículas de polvo delatadas ante mis ojos por el sol abrazante de Jojutla. Paramos en una tienda y él se bajo para traernos agua fría y frituras para el viaje. –Vamos hasta Chinameca a buscar una planta que se llama Margarita así como su tía, Margarita de Matón. Sonreímos y seguimos hasta la casa de un tal Ricardo. Ya muy lejos muy adentro entre los cerros pelones, bajo el sol calcinante se detuvo el vocho. El abuelo se bajo a penas diciendo –ahorita nos vamos. Y así fue, no supe que fue lo que le hizo pero arrancó el auto de inmediato y nos fuimos cuando casi iba a anochecer. Esa noche dormimos en el cuarto vecino al horno de pan frente al que cantaban las palomas ese arrullo triste que tanto me gusta.
Ya me había cansado de caminar y me senté frente a un bar a ver pasar a la gente. Cerca un par de chicas de la onda jugaban con un inocente hurón. Lo manoseaban y reían como dos idiotas sofisticadas, seguramente amantes de la naturaleza y de toda criatura viviente. Mientras la pobre bestia luchaba inútilmente por liberarse. Por suerte se fueron rápido y en ese momento me fije en una mujer que llegaba al parecer buscando encontrarse con alguien. Se detuvo un rato nerviosa, estaba casi frente a mi. Se dio cuenta de que la miraba y creo se puso más nerviosa. Hizo una llamada y luego fue a sentarse muy cerca de dónde yo estaba. Pensé en hablarle, en saludarla, no me gustaba o no tanto, pero tenía ganas de platicar con alguien. Imaginé lo patético que podría resultar y vino esa opresión en el pecho como si dios me diera un puñetazo en el corazón impidiéndome hablar y mientras pensaba en todo esto ella se fue a su cita y yo a mi casa.
Me gustaría haberle dicho que yo no esperaba a nadie, igual no habría mucha diferencia pero tal vez podría haber escrito otra cosa. Después volví a mi casa en un viaje tranquilo y sin ninguna novedad. Ahora ya me voy a dormir o al menos eso pretendo, tengo un poco de frío y a veces tiemblo pero lo prefiero al calor asfixiante de las noches de verano. Además estoy recién bañado. Dejaré la tele encendida para que siga escupiendo tonterías, frases sueltas y trozos de diálogos. Odio esos momentos en que nada se me ocurre, me acuesto y pienso en lo qué haré mañana, en esa promesa que parece cierta, eterna. Ahora me gustaría irme a dormir sabiendo que despertare mañana. Según yo he tratado de estar escribiendo mucho o por lo menos un poco cada día. A veces creo que no hay mucho que contar, pero luego me doy cuenta de que sólo hablo conmigo mismo y entonces callo. Me hablan todos, dicen cosas que no dijeron, miles de palabras salen de millones de bocas que jamás las pensaron. Soy una de ellas, oculto entre esa legión, anónimo como ahora.
Enciendo un cigarrillo, preparo el escenario y empiezo a contar. Aquí viene otra vez, hay puro silencio. Me distrae el grillo centinela que cada treinta segundos canta. Creo escucharlo en todas partes. Se ha callado! Espero un momento, dejo la pluma inmóvil, suspendida sobre el papel como el murciélago que disecamos juntos mi hermano y yo hace ya tantos años. Lo encontré abajo del tamarindo arrastrándose torpe y enfermo por entre las hojas secas del patio. Siempre nos mandaban allá. –Niños váyanse abajo del tamarindo- nos decían para no encalabernar a los adultos con nuestros juegos y platicas pues la tele era un privilegio al que yo no tenía derecho como otros en la familia tenían la fortuna de vivir. Así que teníamos que jugar en el patio, abajo del tamarindo para pasar el tiempo, hasta el anochecer.