29 de septiembre de 2009

Running Dinner



 
Für Sissi
Esa mañana Philip se levantó contento, miró en el calendario un círculo rojo que le decía que por fin había llegado su primer Running Dinner. Se preparó, escribió en un papel las cosas que tenía que comprar para la fiesta y cuando hubo terminado salió de su casa emocionado.
      La cita sería en casa de Klank. Como habían acordado, a la tres en punto estaban todos reunidos. Aquello no era un simple convivio, era una tradición muy arraigada para varios de ellos. Pasaban toda la tarde cocinando para todos, alegres, concentrados en lo que hacían. Al anochecer, cerraban las cortinas y empezaban a comer diferentes platillos durante toda la noche pero sólo podían pasar al siguiente después de haberse acabado el que tenían, podían vomitar cuanto quisieran sólo estaba mal visto dejar de comer.
      Como a las ocho ya nada más faltaba meter al horno una ensalada cubierta de queso, y terminar de guisar todo para los Wraps. El último postre estaba por salir del horno, era un Apfelstrudel preparado con la receta de la tía de alguien, aunque para Philip no se veía tan sabroso. Pasadas las ocho, estaba todo listo en el balcón para recibir el alba. Subieron un poco más la música, bajaron las cortinas, sirvieron Bomerlunder para todos y juntos brindaron, aunque nadie lo dijo, por el inicio de otro Running Dinner, uno más.
      Hablaron de todo, pero principalmente de lo que habían cocinado y entre risas sinceras intercambiaron tips y recetas. Luego llevaron a la mesa la primer Futtertrog que no era más que una charola alargada llena de comida que en broma llamaban así en alusión a un comedero. Sobre la mesa había una basta variedad de ensaladas, aderezos y una fina selección de salsas. Minutos después desaparecieron los bocadillos, sirvieron más Schnaps y esperaron la llegada del segundo Futtertrog. Entonces sirvieron los Wraps acompañándolos de una extensa variedad de carnes y verduras fritas o asadas para rellenarlos.
      Philip se preparó un Wrap y al primer bocado su paladar quedó extasiado permaneciendo así por mucho tiempo. Estaba tan sabroso que por un momento casi comete un error imperdonable en un Running Dinner: llenarse de una sola cosa. Ya había devorado dos Wraps cuando reparó en lo que hacía. Disimuladamente se sirvió otro Schnap y esperó un poco que le hiciera efecto, pero ya se sentía satisfecho. Se sirvió un poco más de todo porque los demás insistían con la mirada. Pero estaba lleno, su rostro lo delataba y aunque no era el único, él no podía vomitar, no esa noche. Bebió un par más de Schnaps y esperó un poco. Daba pequeños mordiscos y masticaba el mismo bocado durante varios minutos pero aún así y todo seguía comiendo con la esperanza de llegar a los postres sin vomitar.
      Los demás engullían grandes bocados, sus rostros se desfiguraban horriblemente con cada mordida y habían dejado de hablar, sólo se oía la música que ahogaba los desagradables ruidos que hacían al tragar y eructar. Philip estaba por lograrlo, todavía no había vomitado, aunque quería, pero no podía hacerlo si quería ser parte del grupo. Sentía que su estómago reventaría en cualquier momento pero seguía masticando aunque más lento. Finalmente llevaron los postres a la mesa y entre ellos estaba aquél Apfelstrudel que al principio no le gustó. Ahora lucía irresistible, lo miraba y sentía que no le perdonarían no probarlo así que se sirvió un pedazo grande con mucho Shane a un lado. Pasaron más de cincuenta minutos juntos hasta que por fin se lo acabó y atiborrado, se quedó callado con otro Schnap en la mano. Los demás lo miraron asintiendo con la cabeza dándole su aprobación, luego Philip se recostó sobre un asiento y se durmió contento, porque había comido de todo sin haber vomitado.


16 de septiembre de 2009

Los Cuates

El refrigerador en la casa del Pechuga ya casi estaba vacío, a un lado los cartones de cerveza se encontraban llenos de botellas, apiladas una sobre la otra formando una pirámide irregular. Por todos lados se oían voces y risas matizadas por una música interminable.
      Esa mañana, sus padres salieron por unos días dejándolo a él encargado de la casa. A medio día, como estaba planeado, llegaron: Mario, el Fríjol, el Kalule, Juan la Muñeca y su primo Miguel. Para la media noche ya habían acabado con cuatro cartones de cerveza y una botella de Ron Corsario. Las risas y los chistes fluían solos provocando más risas y las risas rebotaban en las paredes amplificándose, oyéndose hasta afuera.
      Esperaban ansiosos la madrugada en que darían su acostumbrado paseo por los antros y tugurios que hay sobre la carretera que va a Galeana. Solían recorrerlos todos, iban de la Gasera al Crucero y de regreso. Comparaban la variedad en todos hasta encontrar el antro que mejor satisficiera sus exigencias.
     “¡Vámonos a los puteros!” empezó a decirles Miguel eufórico porque nunca había participado en ninguno de aquellos paseos. Después de un rato, por fin le hicieron caso y salieron todos muy alegres, amontonándose en el carro.
      La primer parada sería el Sex Fantasy, de ahí pasarían al Rojo, luego al Partenón, al Bellas de Noche y por último a el Bar Los Cuates. En todos hacían lo mismo. Acostumbraban pedir el consumo mínimo; que era una cubeta de lámina con seis cervezas bien frías. Cada uno de ellos degustaba su cerveza sin prisa, daban pequeños sorbos para poder ver la mayor cantidad posible de bailarinas en escena y se esforzaban por ignorar a los molestos meseros que aprovechaban cualquier oportunidad para ofrecerles otra cubeta.
      “¡Pérame Cabrón!, todavía no me la acabo” le gritó el Fríjol, ya enojado, al desgarbado mesero que vigilaba su mesa. “Mejor vamos a echarnos unos tacos allá afuera del Rojo, ¿no güey?” le dijo el Fríjol a la Muñeca quien de un trago se acabó su cerveza y se levantaron haciéndole una seña a los otros quines respondieron tomándose la espuma que quedaba en el fondo de sus botellas.
      Afuera discutían en cuál quedarse. “En el Fantasy no están tan gachas ¿verdad?, la morenita ésa estaba bien sabrosa, ¡chulada de nalgas!” dijo la Muñeca mordiéndose el labio inferior. “Sólo que nos llevemos una, yo como que tengo antojo de puta …” volvió a decir la Muñeca. “¡A mi también ya se me antojó” contestó el Pechuga riéndose y emocionados regresaron a todos los antros para escoger alguna, pero muchas les dijeron que no; que no hacían salidas, otras simplemente dijeron que no y la que les dijo que sí, se salía por mucho del presupuesto de aquella noche.
      Entre todos reunían doscientos sesenta y siete cincuenta, ya contando los siete cincuenta del Kalule. “Pues, ora si que para lo que nos alcance ¿no?”. Les dijo la Muñeca resignado y terminaron cotizando en el Bar Los Cuates, que era más una cantina con ficheras que un Night Club como los que habían visitado.
      Minutos después de haber entrado, el Kalule se acercó al Pechuga y le dijo emocionado: “¡Ya güey, ya estuvo mí Pechuguín! ¿Ves esas dos de ahí?, ¿las ves? Dicen que sí…, que de a cien cada una. Nomás pues que hay que venir a dejarlas cuando acabemos...”, “Ahí esta lo chistoso” dijo el Pechuga quitándose un cigarro de entre los labios. “Yo quería arreglarme nomás con la pollita pero la pinche gorda esa no me dejó, güey, que si no va ella tampoco la otra; me dijo. Pero pues ni modo ¿no?, pa’ la maldad aguantan ¿no?” le decía al Pechuga porque él era dueño del carro y de la casa. “Pues si están amigajonaditas, pero tienen buen lejos ¿verdad?. Así me gustan…, ¡huacaludas!” contestó arrastrando las palabras y con el rostro desencajado. Entonces el Kalule fue a cerrar el trato y se fueron todos muy risueños, manoseando a sus gordas.
      Cuando llegaron a la casa, inmediatamente les sirvieron cerveza a sus invitadas, empezaron a bromear y hablar a más con la gorda, que parecía tener unos cuarenta y tantos años. La pollita, que se veía de entre diecinueve y veinte, entró rápido, tomó asiento sin decir ni tomar nada y se quedó seria mirando un punto en el piso.
      Después de unos tragos de cerveza, la gorda empezó a desnudarse frente a todos sin ninguna razón. Sólo era carne flácida y un vientre abultado, que colgaba libre, dividido por la cicatriz de una cesárea. Permaneció de pie frente a ellos y siguió platicando con soltura, esperando a que se animara el primero de ellos. Se echaron un volado, pero fue para ver quién sería el primero con la pollita. Ganó Mario, pero el Kalule ya se les había adelantado llevándosela en silencio al cuarto de los padres del Pechuga, quien al darse cuenta de esto, tomó a la gorda de la mano y se la llevó a su cuarto con una sonrisa en los labios.
      De la habitación de los padres salía uno y entraba otro hasta que tocó el turno al Pechuga. Esperaba ansioso, se levantó excitado y entró al cuarto con el condón ya puesto. Al cerrar la puerta, encontró la habitación de su madre oscura, no le parecía la misma. Sobre la cama de sus padres distinguió una silueta tendida, inerte. Se acercó callado, quitándose el pantalón y volviéndose a acomodar el condón. Ella lo recibió entre sus piernas sin siquiera mirarlo, le alcanzó una crema que estaba por ahí y él, ávido, empezó a untársela en todo su sexo. Besó sus senos hinchados y mordisqueó uno de sus pezones del que salió un chisguete agrio, cuyo sabor impregnó su lengua, pero no dijo nada. Se aguantó el asco y continuó en silencio.
      Pensaba que ella fingía placer, pero en segundos sus jadeos se tornaron en un gemido largo y amargo que venía de muy adentro. Ella le pedió que se detuviera, que ya no aguantaba más, le decía llorando y lo conmovieron sus lágrimas. Flácido, se levantó apenado, buscó en el baño un rollo de papel para dárselo y sin voltearla a ver salió del cuarto para que se vistiera.
      Cuando ella salió, la gorda ya estaba vestida, platicaba y reía muy a gusto con los demás. “Mira nomás que golosa me saliste, quién te viera…, nomás cinco te echaste mamacita… y eso que según hoy empezabas.” Con eso la recibió cuando la vio salir. Pero sí era su primer día, ésa tarde había dejado encargado a su bebé con una vecina para que se lo cuidara, pero la pollita no dijo nada, bajó la mirada y fue a sentarse avergonzada.
      Los otros, ya saciados no sabían como librarse de ellas, ni qué platicar, ya les daba flojera llevarlas y ninguno de ellos quería salir; tenían sueño y empezaba también a bajárseles la borrachera. “Bueno pues, yo las llevo” dijo el Pechuga malhumorado y se paró de pronto, “Amos ¿no güey?” Le dijo al Kalule quien se levantó en el acto y salieron juntos los cuatro como sí fueran novios.
      Ya eran las siete cuando se fueron, clareaba el alba y en todos los antros las luces se habían apagado. Sin haber hablado casi nada durante el camino y las bajaron por ahí, pasando el Gas, casi frente a su bar. “Bueno pues, ¿entonces qué, cuanto es?” le preguntó el Kalule a la gorda tallándose los ojos irritados por el sueño. “Pues cien, como habíamos quedado ¿no?” le contestó. “¿Y pa’ la otra?, ya ves que no le cumplió” le dijo señalándole con el pulgar al Pechuga quien miraba al frente sin decir nada. “Pues también cien ¿no?…o, a ver pérame…¡Oye tú! Que cuánto es” le gritó a la pollita, que en ese momento se esforzaba por abrir la puerta del bar. “Ahí que te den lo que quieran” le contestó sin voltear a verla. “¡A ver pues, ten!” le dijo el Kalule de mal modo acercándole un billete maltratado de cincuenta a la mano. La gorda se lo arrebató con desprecio y se dio la vuelta.
      “Pinches viejas, ¿verdad?” dijo el Kalule acomodándose para dormir. Empezaban a alejarse del Bar pero el Pechuga seguía mirando por el espejo retrovisor. Las vio por fin abrir la puerta, las vio entrar, segundos después, también el Bar desapareció del espejo y entonces frunció el ceño, miró al Kalule sólo por un instante, y al hacerlo le dijo “Les hubieras dado completo pinche ojete, ni que fuera tuya la feria.” Estaba molesto porque no había hecho nada por la pollita.

9 de septiembre de 2009

La casa del Cuajo

Iban para Jojutla, habían estado esperando a que bajara el sol para irse porque a esa hora ya estaba fresco. Algunos vecinos empezaban a regar sus patios para luego salir a sentarse a pasar la tarde frente a la calle.
     – Yo manejo– le dijo el Banana a su madre quien le dio las llaves casi de inmediato. Se subieron al coche, él acomodó los espejos, arrancó el auto y emprendieron el viaje.
      Todavía iba en primera cuando pasaban frente a una casa con el portón abierto de par en par y un moño blanco colgado sobre el dintel de la puerta. Pero él no vio nada de esto, porque justo en aquel instante volteó a ver a su madre que le contaba el último chisme de la colonia:
      –Sí, me dijo Doña Dula que apenas murió un muchacho de por aquí– le venía diciendo.
      –¿Y dónde fue el muerto? –preguntó el Banana–
      –Ahí… – le dijo en voz baja como si alguien pudiera oírle y le señaló la casa con el moño blanco: –Que era Doctor.... Dice Doña Dula que apenas acababa de empezar a trabajar y que tenía poco de vivir por aquí… Esta como salada esa casa ¿verdad?
      – Si Jefa –contestó el Banana – dio vuelta en la esquina, metió segunda y aceleró un poco.
      – ¿Y por qué el moño blanco amá? –preguntó cambiando la velocidad.
      – Pues dicen que cuando el muerto es joven se pone un moño blanco –le contestó sin darle más detalles.
      En ese momento se acordó de su mejor amigo: Carlos, el Cuajo; así le decían. Se le vinieron a la mente imágenes de cuando se conocieron en la preparatoria. Lo recordaba en aquél entonces ya barbado, con el cabello largo y su guitarra, siempre alegre; sentado toda la tarde en las jardineras de la escuela, rodeado de chicas, como si nada más a eso fuera, a tocar para ellas. En un segundo se le revelaron las fiestas, las tocadas, sus innumerables borracheras juntos y aquella vez en que con otros amigos habían estado tomando; deambulando abordo de la camioneta del padre de uno, al que le decían El Pechuga. Se llamaba Fernando pero no sabían mucho de él porque era sólo un conocido, un amigo de otro amigo a quien veían de vez en cuando. Vagaron un rato buscando una sombra para estacionarse hasta que la encontraron no muy lejos del pueblo y ahí se quedaron.
      Ya puntos briagos, el Pechuga de repente empezó a llorar y a decir que quería morirse. Al principio nadie le hizo caso y se rieron de él porque todavía no habían visto que traía una pistola.
Cuando la sacó, se apagaron las risas y el relajo que tenían. Uno de ellos saltó fuera de la camioneta por el susto, pero el Cuajo no, él permaneció sentado, sereno frente al Pechuga.
      –Tranquilo Güey, ¡cómo que te quieres matar!, ¡cálmate!, no hables así – le decía para tratar de aplacarlo porque ya traía el arma en la mano. Por momentos se apuntaba a sí mismo o a los demás, con imprudencia, más que con la intención de lastimarlos.
      Los otros empezaron también a hablarle hasta que se fue calmando entre risas y abrazos que compartieron todos. La tensión se tornó euforia y no volvieron a hablar del incidente esa noche. Ya entrada la madrugada el Pechuga empezó a repartirlos en sus domicilios y así terminó la velada.
      Unos días más tarde, se supo que aquella noche que todos recordaban como una de las más alegres, el Pechuga se había dado un balazo en la pierna y otro en la cabeza. Disparos que únicamente lo dejaron ciego y cojo.
      – ¡Siquiera se hubiera dado bien el balazo!, ¿no Güey? –bromeaban después de unas semanas al hablar de él. Medio año más tarde supieron en una fiesta que el Pechuga finalmente se había suicidado.
     – ¡Que ora si se dio bien en la madre el Pechuga! ¿Verdad, Güey? –le dijo el Banana al Cuajo carcajeándose en aquella fiesta. De eso siguieron hablando hasta que se les fue olvidando con cada trago. Horas después terminaron hablando de temas más agradables entre pláticas entre cortadas por el hipo y los eructos hasta ya muy tarde.
      Al otro día, como siempre, pasaron al mercado a curarse la cruda y después de comer fueron a tomarse una cerveza en una tienda, que los dejaba tomar a escondidas, dentro de una bodega, porque no había dónde más.
      –Pero nada más una ¡eh! –le dijo el Banana al Cuajo.
      –Si Güey, pero caguama pues ¿no? – profirió este.
      Y sí…, extrañamente nomás una se tomaron y ya no hablaron más del Pechuga. Al quedar las dos botellas vacías se despidieron chocando fuertemente las manos y cada uno se fue por su lado.
El fin de semana siguiente el Banana regresaba a su casa después de hacer un mandado y al entrar encontró a su madre muy seria. –Ya vine amá– le dijo al entrar.
      La mujer lo miró sin contestarle el saludo y le dijo:
      –Hijo, me vinieron a avisar hace un rato que se mató tu amigo Carlos. Dicen que en el baño de su casa se dio un balazo en la cabeza…, que aprovechó cuando su madre se fue con su hermana al mercado. Su hermana lo encontró en el baño sentado como si estuviera borracho. Lo siento mucho mijo.
      El Banana que había estado de pie mientras escuchaba, se sentó sin decir nada mirando al piso con los ojos llenos de lágrimas y su madre le acarició la cabeza.
      Después de la muerte del Cuajo los papás vendieron la casa y al año se supo que también murió el papá. Lo mató la pena; desde el día del entierro empezó a tomar casi diario. Seguido amanecía tirado al lado de la tumba de su hijo o encima de ella y en una de esas ya no despertó. Eso fue lo último que supieron de ellos, luego de eso desaparecieron la madre y la hija.
      El Banana recordaba todo esto mientras manejaba y platicaba con su madre; pensaba en su amigo el Cuajo, en el Pechuga y en el Médico muerto. Miró al espejo un instante para volver la mirada al camino y preguntó: – ¿y de qué murió este ama?
      – Lo mataron ahí por donde están las muchachas de la fruta. Dicen que una camioneta se le cerró y que este los fue siguiendo mentándoles la madre hasta que se pararon frente a la Luna. Ahí se bajó él muy gallito mentando madres y que hasta la puerta dejó abierta y el carro prendido de lo enojado que iba. Los otros ni se bajaron, nomás se asomó uno por la ventana y le vació la pistola. Me dijo Toño que a él le tocó ver, dice que ni tiempo le dio al pobre muchacho de nada, que la gente se empezó a tirar al suelo al oír la balacera. Que se veía así como en una película.
      –Que gacho Jefa… ¿y los güeyes esos?
      – Pues quién sabe…, ¡quién quieres que los agarre! Se fueron, como pa’ Puente me dijo Toño. ¡Ya ves! Por eso mejor no decir nada hijo. Sí se te cierran, que se te cierren; sí te la mientan, pues que te la mienten hijo, que nada te quitan. Ni que fuera la gran ofensa una mentada de madre… “¡Ay! ¡Es que me mentó la madre!” dicen unos muy ofendidos… Como si de veras quisieran o les importará tanto la madre que con una mentada ya se están acabando… luego son bien groseros. Además, no vaya a ser que por una pendejada de esas te vayan a matar y que muerte tan pendeja ¿no?
      – Si, Jefa –asintió el Banana volteándola a ver de rápido y siguió manejando.