28 de octubre de 2009

Fractales

Ayer tuve un sueño muy extraño. En él era doctor y tenía un consultorio. Recuerdo que por la mañana fue a verme un hombre demasiado ansioso –¡Ayúdeme! –me dijo al entrar y se dejó caer sobre el sillón mirándome fijamente. Me era imposible escapar de su mirada, no sabía como disimular el morbo que me provocaba ver su rostro, lo recorría todo una y otra vez descansando la mirada en su frente estrecha y el reflejo de sus ojos. Se puso serio, me dijo que no me asustara de lo que iba a decirme, que tenía que contarme algo y se sentó en el borde del sillón mirándome sin parpadear, no parpadeó ni una sola vez en todo el tiempo que estuvimos juntos. Me dijo que hoy me quedaría dormido y que tenía que evitarlo porque si no lo hacía al despertar sería todo distinto. Así había sido con él. Dijo haber intentado suicidarse un par de veces pero cuando lo hacía que despertaba para volver a intentarlo sin saber que seguía soñando. Me dijeron muchas veces que estoy loco, que es imposible esto que me pasa a mí, que no pude pasarme porque estoy aquí, con usted, pero cómo puedo explicarle sin volverlo loco que todo esto ya se lo he explicado muchas veces antes. Cómo podría demostrarle a usted que no sabe nada de mí, que he existido. Seguramente usted piensa que le cuento todo esto porque estoy loco, o por algún miedo, pero es porque estoy desesperado y esto no se lo he planteado. Empiezo a creer que esto será para siempre Doctor y ya no sé cómo explicárselo. Yo no sentía nada, no pensaba en lo que me decía, lo miraba con atención a la espera de que dijera algo que me permitiera saber en realidad quién era, conocer un dato, alguna pista que sirviera para conectarlo con la tierra. Veía que era un hombre culto y saludable que insistía en afirmar que ambos estábamos soñando. Poseía las habilidades motrices básicas de cualquier hombre, sentía hambre, frío, sentía sed, pero no podía reírse o conmoverse con nada; decía fingir todo, respondía racionalmente dependiendo de la situación en la que estuviera.  ¡Créame! A lo mejor no quiere escuchar lo que le estoy diciendo, usted parece estar muy concentrado con los mismos gestos de siempre, echándose para atrás sin saber qué pensar jugando así como ahora con su pluma para distraerme. Voy a contárselo una vez más esperando que me crea, dentro de poco perderá la capacidad de sentir afecto por alguien o por algo, esas sensaciones desaparecerán gradualmente, aislándolo. Tendrá conciencia de ello y se divertirá algunas veces pero un día querrá soñar que vivía nada más una vez. Hizo una pausa y continuó: Sé que me pasará lo mismo, así ha sido siempre. Me he pasado la eternidad buscándole sentido a todo, pero, sabe no lo tiene. En mi sueño siempre estoy en el mismo sueño, estamos aquí mismo, usted y yo Doctor, en esta habitación; cierro los ojos, me arrellano en el sillón, y le cuento todo.

14 de octubre de 2009

Las Belén

No esperéis piedad de quienes no conocen a Dios y odian a sus criaturas
Sticker hallado en una calle

Aleida y Aloida Belén eran secretaria general y tesorera del comité de la iglesia de San Miguel Arcángel. Todo su tiempo libre lo dedicaban a la iglesia y a todas las actividades que tuvieran que ver con ella. Las dos organizaban todo, las procesiones de Semana Santa, la fiesta del día de la Virgen, la kermés del domingo, los encuentros juveniles y entre semana vendían boletos para las rifas que tenían lugar en al atrio de la iglesia el segundo domingo de cada mes. Pero en lo que ponían especial atención era en la fiesta del Señor de Tula de quien eran devotas. Ambas soñaban con la remodelación total de su iglesia pero más con la construcción de un santuario dedicado al Señor de Tula, que era el santo patrón del pueblo.
      Una tarde volvían de la iglesia y al entrar al jardín una pestilencia a heces de gato les quitó la sonrisa del rostro.
      —Fue Margaro, ¡pinche gato!—dijo Aloida enfurecida. Margaro era el gato de doña Juana, su vecina y tenía la costumbre de orinar o excretar entre los preciados anturios que tanto trabajo les había costado cultivar.
     Al día siguiente, fueron al mercado como todos los días para comprar el mandado pero esta vez agregaron un cuarto de bofe para el gato. Aloida tenía desde la noche anterior un frasco con vidrios que ella había triturado con un martillo. Cuando llegaron, Aleida preparó la carnada mezclando todo uniformemente, luego lo espolvoreó con un poco de veneno para rata, lo mezcló todo perfectamente, tendieron la trampa y se fueron como cada mañana a la iglesia.
      Al regresar encontraron todo oscuro, cuando prendieron los focos encontraron a Margaro retorciéndose lentamente entre los anturios.
      —Mira, todavía está vivo —le dijo Aloida a su hermana sorprendida.
      Lo veían moverse, por momentos el gato que se retorcía en el suelo repentinamente. Cuando respiraba, respiraba hondo, abría al máximo la quijada y daba profundas bocanadas, como queriendo vivir un poco más.
      —¡Hay que matarlo!. —le dijo Aleida a su hermana y se separaron sabiendo exactamente lo que tenían que hacer.
      De nuevo en el patio se encontraron con lo una bolsa de plástico y un martillo. Aloida metió al gato dentro de la bolsa, la ató con fuerza y la dejó caer sobre la tierra. Aleida empuñó el martillo y con la otra mano sometía al resbaladizo gato. Apretó lo que creyó su cuello y dejó caer el peso del martillo jalándolo hacía abajo con toda la fuerza de su brazo directamente en la cabeza del gato. El certero golpe provocó que se reventara la bolsa como si algo hubiera explotado algo dentro. y escapó por un segundo de su mano.
      —¡Mátalo ya! —gritó Aloida y Aleida subió de nuevo el martillo y lo dejó caer en repetidas ocasiones hasta que convirtió la bolsa en una mancha espesa y parda compuesta de trozos de plástico, sangre y tierra. Cuando terminó el frenesí Aloida contemplaba la escena sin pronunciar palabra. Aleida yacía hincada todavía sobre sus rodillas cuando se acomodó el cabello detrás de las orejas, se limpió la frente y le pidió otra bolsa y el bote de la basura a su hermana.




5 de octubre de 2009

Peter Nalitch

Priviet Peter, Que buena rola!!!
Escuchen:



Aquí está todo:
El disco gratis porque Peter es muy buena onda y le valen madre las disqueras.
http://rpm.peternalitch.ru/

Website http://www.peternalitch.ru/b/?cat=5

El miedo global





Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
Quien no tiene miedo al hambre tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo de caminar y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares, los militares tienen miedo a la falta de armas, las armas tienen miedo a la falta de guerras.
Es el tiempo del miedo.
Miedo la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo. Miedo a los ladrones, miedo a la policía.
Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar.
Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo de morir, miedo de vivir.

1. Optimista (3:26)
2. Información (3:40)
3. Te quiero (3:19)
4. Lo importante (2:20)
5. El paraiso (2:41)
6. Loco (4:00)
7. La huida (3:10)
8. Los nadies (2:55)
9. El aire y el viento (3:17)
10.Republica II (2:4
11.La noche/1 (3:25)
12.Lado bueno (4:04)
13.Reggae republicano (3:19)
14.Vida de colores (3:24)
15.Mi territorio (3:00)
16.El miedo global (3:46)
17.Caminante (4:24)
18.Dime que hice ayer (2:04)
19.Fiesta (3:55)
20.LGOR (2:42)

Género: Ska
Tamaño:64 KB
Formato: Mp3 192 kbps

Descargar el disco aquí:
http://www.megaupload.com/?d=H841E841

1 de octubre de 2009

Justina

Justina tenía un hijo enfermizo llamado Narciso y era su adoración. Poco después de que naciera, su marido los abandonó y desde entonces lavaba ajeno para vivir. Justina lucía cansada, hablaba poco y no sonreía a menos que se tratara de su hijo.
      Una o dos veces por semana iba a lavarle a una mujer llamada Ofelia que también tenía un hijo dos años; llamado Aureliano. Como Justina no quería dejar a su hijo con alguien se lo llevaba a todas partes y aún cuando estaba lavando, solía vigilarlo, sin perderlo de vista.
      Al principio le gustó que Narciso tuviera con quien jugar. Los dejaban jugando en el centro del patio bajo la sombra de un gran tamarindo, un poco más allá estaba Justina, en medio de un charco, entre el tanque y el lavadero, salpicando y tallando mal encarada, con fuerza, como si quisiera sangrarse los nudillos.
      Cuando los niños llegaban a reñir por algún juguete Ofelia iba rápidamente a quitarles el juguete por el que estuvieran peleando y se lo entregaba a Aureliano sin regañarlo nunca. A Narciso tampoco le decía nada, pero le iba haciendo desprecios que Justina aguantaba, agachada, apretando los labios sin dejar de trabajar. A veces, cuando iba a tender la ropa, Justina veía a aquel niño extraño, sentado ahí, comiéndose alegre una gelatina o un pedazo de fruta. Otras veces, miraba desde el lavadero cuando Ofelia salía para arrancarlo del juego y darle un vaso grande con leche para mantenerlo saludable. Lo malo era que Narciso también estiraba los brazos sin recibir nada y cuando Justina veía esto con voz fuerte y enérgica lo llamaba inmediatamente, pero casi siempre tenía que ir por él y nalguearlo un poco. Luego lo sentaba en un petate cerca de ella para que se durmiera.
      Al atardecer le pagaron el día y se despidieron, ella aguantándose el dolor de espalda y el niño pegado a su falda, molesto porque lo habían despertado. “Entonces te espero mañana” alcanzó a gritarle Ofelia antes de que cerrara la puerta.
      Al día siguiente, temprano, cuando todavía no daba sombra en el patio llegaron Justina y su hijo. Ella comía de una bolsa con semillas y caminaba despacio. Él, otra vez agripado, venía feliz arrastrando un juguete amarrado con agujeta blanca. Terminaba de correr el pasador del portón cuando Ofelia aventó un montón de ropa cerca del lavadero y la saludó. Justina instaló a su hijo, acomodó sus cosas y empezó a separar las prendas.
      Una media hora después sin venir al caso, Ofelia incistía en que quería mostrarle el vestido que le había regalado su esposo y se lo probó para ella. Cuando Justina la vio, le dieron ganas de decirle que no le gustaba, que se veía más gorda de lo que estaba y que parecía haber sido despreciado por la querida del marido, porque sospechaba que el señor tenía su detalle y que a Ofelia le gustaba cegarse. “Que bonito se le ve señora…” le dijo con una sonrisa fingida y siguió lavando.
      La patrona dio un par de giros con una sonrisa estúpida y fue a quitarse el vestido contenta. Entonces Justina miró a los niños jugar un poco lejos. Dejó la jícara en el agua y se acercó para ver qué estaban haciendo. Al llegar los encontró jugando con las semillas sobre la tierra, les quitó la bolsa y empezó a recogerlas hasta juntar un puñado en su mano. Sopló un poco, lo suficiente para hacer volar las diminutas hojas de tamarindo y una por una empezó a dárselas a Aureliano en la boca, con una sonrisa en los labios.