24 de mayo de 2017

El Segundero

Soñé que se iba la luz; sólo se escuchaba el segundero del reloj. Todo el tiempo el segundero. Que mis hijos no me querían, que lloraban al verme. Que hablaba otro idioma y que, no obstante,platicaba con alguien.Uno de los niños empezó a llorar porque quería a su mamá. Interrumpí el diálogoy lo llevé con ella.Ella sangraba por los oídos y los ojos;se quejaba de un dolor desconocido y de miedo. Era de noche, pese a que aún brillaba el sol con una luz desconocida. Quería llevarla al hospital inmediatamente,aunque no había ningún camino. Afuera, otros niños jugaban juegos crueles, que sólo ellos entendían. Busqué ayuda, alguien tenía que ayudarme. Fui a donde antes me sentía seguro: con mis suegros, en la planta baja de esta casa que me resultaba desconocida. Toqué a la puerta y una voz extraña me dijo que podíamos hablar más tarde. Penetré en la sala. Un oso negro, se acercaba amenazante hacía mí y me impidió el paso; en tanto, de una de las habitaciones salió una mujer que no era la que esperaba; se vestía igual que mi suegra,aquélla a la que buscaba, pero no era ella. Sólo me acuerdo de que quería despertar y no podía y que dever esa cara que no reconocía me volvía loco. El tictac del reloj continuaba. 
Abrí los ojos.
Uno de los pequeños estaba llorando porque quería a su mamá; la niña también despertó con el mismo llanto de siempre, uno ensayado, amañado. Ahí, a su lado, estaba su madre quejándose, retorciéndose por alguna molestia desconocida. 
Cerré los ojos.
Ya estaba en el trabajo. Benny se iba temprano y yo regañaba a un colega. De repente,nos quedábamos a obscuras. Quise salir del lugar; después de abrir la puerta me dirigí ami auto para ir a recoger a mi suegra.Fui a nuestro domicilio (mi familia y yo habitábamos arriba, en el primer piso).Al llegar, me apeé del vehículo y la vi en el interiorde la morada a través de la ventana:repetía su rutina, lo acomodaba todo, pero se veía diferente. Era diferente, tal vez un poco mayor. Volví al auto. Encendí la radio. Sintonicé una canción que no entendía mientras hablaba con mi suegro sobre el día, quien, no sé cómo, ya estaba ahí junto a mí, en el asiento del copiloto. Hacíamos bromas sobre la rutina de su esposa y el tiempo que todo ese teatro le llevaba. 
—Ahí viene ya —me dijo y encendí el motor. La vi cerrar la puerta y caminar cadenciosa hacía nosotros, pero no se parecía en nada ami suegra. Sin embargo,evité decir algo. 
—Hola —dijo como siempre y abordóel auto. 
—¿Y? ¿Qué tal? ¿Todo bien? —le preguntó mi suegro, quién no parecía notar la diferencia, ese algo imposible de definir que indicaba que se trataba de otra persona. Sí, ésta era una mujer obesa, de agradables facciones, pero no era ella. La parejaplaticaba como siempre, yo no decía nada. Dimos un paseo y ya de vuelta en casa, acudía toda prisa con mi mujer para contarle lo que estaba pasando; ella se rio de buena gana y me dijo que iríaa cerciorarse de lo que yo decía sólo para quitarme esa loca idea de la cabeza. La esperé en nuestro comedor; me destapé una cerveza. La oí abajo, despidiéndose como siempre de sus padres, luego, cerró la puerta sin decirme nada. 
—¿Y? —le pregunté. Me sonrió y me dijo que nada, que todo estaba bien, que su papá le había preguntado algunas cosas—. Sí—le dije yo—,¿y tu mamá? 
—¿Qué tiene mi mamá? 
—¿Cómo que qué tiene? —le respondí exaltado—. Pues ¿qué?, ¿es tu mamá o no? 
—Ja, ja, ja, claro que sí es mi mamá. 
A la mañana siguiente salimos temprano. Supapá ya estaba en la puerta esperando, abordamos el vehículo y juntos, los tres esperábamos el arribo de mi suegra, quién siempre era la última en llegar. “A ver a qué hora sale”, refunfuñó él. 
La vi aproximarse.Como de costumbre vestía su ropa de trabajo: era la misma mujer gorda de la noche anterior. Me saludó y la saludé. No dijimos nada más durante el trayecto. Con el tiempo me fui acostumbrando a esta nueva presencia, a sus hábitos renovados, que para todos eranlos de siempre. No obstante, trataba de evitar mirarla a los ojos, porque sentía que ella sabía que yo sabía que no era ella; me daba miedo quedarme a solas con esta mujer:temía que hiciera alguna revelación que confirmara mis sospechas. ¿A quién podría decirle que ella no era ella si para todos lo era?No dije nada.Terminé por resignarme.
Una mañana, ya pasado algún tiempo, me levanté tarde. En la escalera que une los dos pisos de la casa me encontré a la que ahora era mi suegra. Nos saludamos indiferentes.Subí al auto y saludé a mi suegro, quien ya nos esperaba con el motor en marcha: pero ya no era el mismo. En su lugar estaba un hombrecillo escuálido y de poca altura que me dio los buenos días con una voz aguda ychillona. No sabía qué decir, todo parecía normal para los otros. Parecía ser yo el único que se daba cuenta de lo que ocurría. No había nadie a quién decirle nada. 
Mi suegro y yo trabajábamos juntos.
—¿No lo ves diferente? —le pregunté a un colega en un momento a solas. 
—¿Eh? ¿Se cortó el pelo? —me preguntó. 
—No… como que no es el mismo de siempre o ¿sí? 
—Así se ve siempre —me dijo, haciendo una mueca extraña, y siguió trabajando. 
Por la tarde le dije a mi mujer:
—¿De veras no los ves diferentes? 
—¿Ya vas a empezar? ¿Qué traes con mis papás,eh? Primero, que mi mamá, y ahora dices que ¿mi papá? Son mis papas, siempre lo han sido. 

Después de esto, los momentos de convivencia familiar me fueron resultando cada vez más molestos. No resistía sus miradas. Sabía que sabían que yo sabía, pero que no me decían nada. 
—¿No te has dado cuenta de algo?—me atreví a cuestionarlo a él, porque le tenía más confianza—. ¿Quiénes son ustedes? 
—Lo que no sabemos es quién eres tú —espetó—. Desde hace tiempo hemos estado hablando de esto y qué bueno que tú lo mencionas porque nosotros sentimos que no te conocemos y mi hija parece no darse cuenta de nada. Me resulta extraño e insoportable que tampoco los niños se den cuenta. 
—¿De qué tienen que darse cuenta? —quise saber. 
—De quién eres, de lo que eres —reveló.

Cerré los ojos. Los abrí de nuevo entre las sabanas, revuelto entre piernas y brazos de mi mujer y mis hijos. Todos dormían. Los niños tampoco eran los que yo había visto crecer. Hasta en las fotos habían cambiado. Mi mujer era la única a quien todavía reconocía. Hasta la mañana en que también ella cambió. En esa ocasiónme refugié en el baño para estar solo y, frente al espejo, me miré a los ojos: en mi rostro había otras facciones. Cerré los ojos con fuerza, me tiré al piso y me quedé dormido. Al despertar constaté que mi mujer y mis hijos eran los mismos de antes. Los de siempre, pero al verme salieron corriendo asustados porque no reconocían en mí a su esposo y padre. Corrí escaleras abajo tras ellos, alcancé sólo uno. Al más pequeño. Me miró desconcertado y me preguntó que quién era yo. 
—Soy yo —aseguré con vehemencia—. Estoy soñando —me repetí.Mi esposa se acercó a nosotros y me pidió que me fuera o llamaría a la policía. Sin hacer caso de la advertencia, regresé a la casa para buscar pruebas de mi identidad: no encontré nada. En las fotos estaba otro hombre, en mis papeles había otro nombre, mi correo tenía otra contraseña, en mi facebook no había nadie que me fuera familiar. Nada era mío, nadie me conocía, no tenía familia. Ya nadie era el mismo. 
Abrí los ojos. Estaba en otro sitio, en otro sueño. Ya no había nadie ni nada que me recordara que seguía soñando. Sólo recuerdo que por fin abrí los ojos y el reloj marcaba las seis. No había ruido de ningún tipo, estaba solo y el segundero se había detenido.

Alfonso R. Arroyo Sámano